LUCA BELCASTRO / Libros / Extractos / Abel Soledad - I. Preludio
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Luca Belcastro
Abel Soledad
LIBRO y EBOOK - en castellano (2013)
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índice extractos

- I -
PRELUDIO


  Es junio. Un hombre está sentado frente a la respiración calma y regular del mar, en la playa de una localidad perdida en el profundo Sur. Una playa desierta, engastada entre promontorios rocosos, que caen desplomándose sobre el agua transparente con reflejos verde esmeralda, y punteada de arrecifes, arrullados por el ritmo suave de la espuma de las olas.
  En el litoral, se asoma un pequeño centro habitado, que sólo palpita durante el breve período de las vacaciones de verano y sobrevive olvidado durante el resto del año. El actual aspecto exterior del lugar, inmóvil y desolado bajo la fuerte luz del sol, parece querer reflejar el alma de su huésped silencioso y solitario, con la indiferencia de un espejo impenetrable.
  
  Ha llegado hace algunas horas, luego de un enésimo viaje. Una constante en su vida. Con un movimiento incesante, continúa una fuga ya usual, una fuga de cada realidad posible y de la incapacidad crónica de alimentar relaciones duraderas, las cuales podrían ayudarlo a encontrar un centro de equilibrio y una estabilidad emocional. Incapacidad que no logra dejar atrás de sí, ni siquiera utilizando los más rápidos medios de transporte. Una incapacidad que ahoga en él cualquier impulso vital.
  "Lo que fue, será." En el último año ha vuelto a presentarse con increíble fuerza esta frase sentenciosa, habitante desde siempre en su mente, a veces latiendo en los rincones más recónditos y misteriosos. Se impuso de nuevo desde que, en el verano anterior, regresó de un largo y denso periodo de viajes exóticos sin metas definidas. Después de haber tenido la energía para emprender itinerarios lejanos en búsqueda de sí mismo y de un sentido a la existencia, desembarcó en una realidad para él familiar, con una amarga sensación de derrota.
  Confiando sólo en un análisis superficial de la situación actual, se podría decir que aquel interminable periodo de viajes aventureros y desestabilizadores no ha tenido ningún éxito en la perspectiva de una profundización del conocimiento personal. En realidad, ha dejado en él una huella bien marcada, indeleble. También si los mecanismos de siempre, regresando con prepotencia a un primer plano, parecen ser por el momento más fuertes, oponiéndose al proceso de cambio que desencadenó el viajar lejos. Quizás, durante sus itinerarios libres no logró enfrentar y solucionar en forma definitiva los automatismos de su carácter, quienes ahora siguen conquistando espacio, se renuevan sin ninguna piedad, anulan su mundo interior, luminoso y multicolor, en la profundidad de un negro oscuro y uniforme.
  Después del regreso, se le presentó de nuevo la inercia devastadora que lo había bloqueado en el pasado. Así, se encuentra otra vez en el aislamiento patológico vivido ya mil veces. Sus cada vez más escasos impulsos y entusiasmos están ahora ahogados con regularidad por una estéril espera insatisfecha de algo que nunca llega.
  Desde la fecha del regreso, además, se echó de nuevo en las espaldas el pesado fardo de todas las ocasiones, los plazos vencidos de la vida que no supo recoger durante las décadas de su existencia, el remordimiento de todas las oportunidades que dejó caer detrás de sí. Una carga que, con el tiempo, incrementa cada vez más de volumen.
  Advierte la impresión inquietante de que no habrá más tiempo para todo lo que no vivió en el momento en el que se presentó. Siente que ya es demasiado tarde para empezar de nuevo, incluso para las disminuidas energías y las respuestas menos inmediatas de su físico que, después de perder la atractiva armonía y la elasticidad juvenil, emprendió a esta altura su inevitable fase descendiente. A pesar de sus esfuerzos intelectuales para convencerse de lo contrario, no logra deshacerse de este lastre mental, que retarda de manera progresiva el ritmo de sus pasos, impidiéndole seguir con fluidez en el camino.
  En los últimos tiempos, su estado de ánimo lo ha hecho sentir inútil consigo mismo y con los demás. Vivió esta sensación bloqueado por completo hasta que, de pronto, una pregunta resonó más veces e inexorable en su mente: «¿Cómo poner fin a esta agonía sin una aparente solución de continuidad?» Una pregunta impelente que lo impulsó frente a la inmensidad del mar, con la esperanza de escuchar sus sugerencias y recibir de sus profundidades una respuesta esclarecedora.
  Y así, está ahora sentado en la playa en una posición que lo induce a una calma y relajada meditación. A pesar de esto, se encuentra agitado por el parloteo continuo de sus pensamientos. Miles de conversaciones diferentes, en apariencia sin sentido e incoherentes, habitan su mente y crean un zumbido de fondo, flanqueando el ruido consolador del mar, cuyo ritmo regular, pulsante y vivo, lo envuelve y lo acompaña con suavidad. Junto al soplo del viento, parece querer tranquilizarlo.
  
  A su llegada al pueblito, ha reencontrado los rostros característicos conocidos en el verano anterior, justo después de regresar de sus viajes lejanos. Estaba visitando por primera vez el pequeño centro poblado y lo asoció de inmediato a ellos. Ahora, gracias a su férrea memoria visual, los rasgos somáticos, bien definidos y particulares, le hacen revivir la emoción de aquella experiencia que ha dado el inicio al último duro año, durante el cual el pasado ha regresado con fuerza a un primer plano.
  Caminando por las callecitas del centro, ha vuelto a cruzar los pasos lentos de los habitantes. Los ha seguido con atención, observando esos seres humanos ocupados en un tranquilo movimiento. Y su capacidad imaginativa se ha activado de golpe, haciendo nacer en su mente mil fantasías acerca de ellos. Mil impresiones y suposiciones que, como suele sucederle en su andar continuo, no han podido obtener una confirmación de la realidad.
  En general, se convence que no hay ninguna posibilidad de averiguar sus hipótesis, por el simple hecho de no poder revivir los acontecimientos que caracterizaron las vidas pasadas de los que encuentra. Sólo puede imaginarlos. No estaba presente para compartirlos con ellos cuando ocurrieron, y ahora ya es demasiado tarde. Entre otras cosas, piensa que la cantidad de personas que encuentra a diario en sus movimientos es tan grande que hace imposible una relación individual con ellas, que termina por perderse en el número general. Y queriendo compartir por completo con todos el momento mismo del encuentro, en la perspectiva de crear un futuro, el esfuerzo sería inmenso. Además, a menudo los ve sólo por breves periodos, o incluso instantes, y no existiría ni el tiempo para intentarlo. Y así evita por completo hacerlo.
  Se justifica así, pero la realidad es que no intenta conocerlos ni siquiera a través de lo que podrían contarle. Como es su costumbre, sólo los observa y los deja desplazarse detrás de sí, los hace pasar rápido a un tiempo pretérito y los almacena en la memoria casi con indiferencia, sin arriesgarse a un contacto, sin intentar conocer un poco de la historia de ellos.
  
  A pesar de que los haya visto de nuevo sólo ahora después de la visita del verano anterior, las expresiones vívidas de los habitantes locales lo han convencido que cada año que transcurre dibuja la piel de sus rostros con surcos cada vez más profundos. Signos indescifrables y crípticos, que ha interpretado como excavados por la plena soledad de la inmovilidad del lugar, por una espera eterna. Después de todo, como siempre, ha proyectado sus propias dificultades en los otros, en el ambiente circundante. Ha buscado justificaciones que lo integren a un sentir común, con el intento de percibir por lo menos la ilusión de ser parte de estados de ánimo colectivos y compartidos.
  «¿Cómo lograrán vivir esta suspensión sin fin?», se ha preguntado. A sus ojos tendenciosos, sus expresiones estaban cargadas por el peso de las necesidades contingentes, fruto de pensamientos continuos, sofocantes de cualquier sueño posible, sin futuro en un presente dominado por el pasado y los recuerdos. «¿Habrá espacio para la esperanza en una realidad como esta? ¿Lograrán compartirla?»
  Sin embargo, le han parecido felices.
  Rozando la pared que corre al lado de la calle principal, ha vislumbrado un manifiesto de propaganda política entre miles de publicidades. Encima de él han puesto otro que interrumpe impertinente el slogan original. Se alcanza a leer sólo las palabras: "Hoy sobrevivir, mañana..." Ha imaginado una posible conclusión a esta frase críptica, buscando en vano encontrar una solución al dilema existencial propuesto. Incluso con esta suspensión seductora, en su interpretación personal del lugar, el texto le ha parecido una síntesis perfecta de lo que ha encontrado allí.
  
  Sentado frente al mar, con los ojos cerrados, navega entre sus pensamientos. La ansiedad lo atenaza.
  Al timón de un velero fantástico veleja a la merced del viento y de la corriente continua provocada por sus reflexiones tempestuosas. Ve la proa de un hipotético futuro resaltar evidente contra un horizonte azul claro que poco a poco se vuelve nublado y gris. La ve luchar contra la resistencia de las fuertes olas causadas por su respiración jadeante.
  En el movimiento oscilante y cada vez más agitado de la embarcación imaginaria, el mascarón de proa con una figura femenina cambia de manera constante de forma y expresión. Le recuerda, en sucesión, caras de compañeras de viaje lejanas, desvanecidas en el tiempo. Le evoca a los espíritus del pasado, apariciones inquietantes de seres reales ahora incorpóreos, que quisiera presentes a su lado, para ayudarlo en esta difícil lucha contra la intemperie de su alma. Aprieta firme las perillas del timón y tensando los músculos del tórax, para dar más poder al aire que expulsa de sus pulmones, las llama en voz alta, una por una. Grita, pero el fuerte ruido del ambiente tempestuoso impide cualquier tipo de contacto. Grandes gotas de agua caen pesadas desde un cielo ahora oscuro. Junto a las salpicaduras levantadas por la quilla y acompañadas en su vuelo por el fuerte viento, lo golpean duro en la cara. Lo obligan a cerrar los ojos, como impidiéndole de seguir mirando hacia adelante. Grita aún más, desesperado. Pero todo es inútil. Se siente impotente, sin fuerzas, fantasma entre fantasmas.
  Después de un último intento, deja de luchar y abandona del todo el barco a su suerte, rumbo hacia la incertidumbre de un futuro sobre el cual no tiene ninguna posibilidad de control.
  A la tempestad, impertérrita delante de él, se contrapone la bonanza que reina a sus espaldas. Ayudada por una perspectiva engañosa, la popa del pasado parece jugar con inocencia entre las casitas bajas del pueblito. Las roza con suavidad, casi haciendo caer fragmentos de revoque descortezado por la acción continua de la sal y el viento. Evoca juegos lejanos de un niño solitario con compañías imaginarias. El sol del olvido decolora cada cosa y uniforma el paisaje.
  Todo parece calmarse. Los pensamientos turbulentos sobre el futuro se apartan rápido hacia el lejano horizonte, pero los recuerdos del pasado siguen acumulándose en su mente. Con la ayuda de la fantasía ferviente de una memoria sin paz, luchan entre sí y lo persiguen. Son repetitivos y monótonos, pero nítidos, bien definidos. Tienen colores vivaces, del rojo de una pasión no olvidada al amarillo, del morado al verde de una esperanza desvanecida. Colores que contrastan con la uniformidad causada por la fuerte luz clara que ilumina el ambiente. Revolotean jugando en el aire. Danzan por encima de él, diseñando una coreografía lenta, estudiada y repetida infinitas veces. Y así continúan sin cesar, sin respirar, sin una posible solución. El Tedio y la Angustia lo encarcelan alternándose sin fin.
  
  De repente el atestado pero monótono itinerario ondulante de su mente se ve interrumpido por los sonoros repiques lentos y escandidos del llamado de una campana de difuntos. Los colores danzantes se desvanecen veloces detrás de un espeso telón negro. Imagina el funeral que se anuncia como el de la viuda de uno de los viejos progenitores del pueblo, consumida por la inexorable inmovilidad del tiempo. O el de una joven víctima de los frecuentes accidentes de tránsito, consecuencia a menudo inevitable de la inconsciencia sin freno de vidas dominadas por la completa falta de perspectivas.
  Abre de nuevo los ojos. Un escalofrío helado corre a lo largo de sus vértebras, contándolas una a una. Por un instante, un revoloteo casi imperceptible le hace vibrar el cuerpo, que hasta ahora ha permanecido inmóvil y en apariencia ajeno a la fuerte agitación interior. Un escalofrío helado, amplificado y aún más evidente por el calor del clima y la idea de la muerte que lo obsesiona.
  La cruzó varias veces en su camino. También intentando proseguir y dejarla a su espalda, ella lo acompañó constante y en silencio, manifestándose en crueles recuerdos que se renuevan en el tiempo, sin fin. Como en un sueño, le regresa de inmediato a la mente la sonrisa apagada en la cara del cuerpo frío de su madre. Una imagen que lo persigue junto a la figura como durmiente de una niña, con la piel cianótica, compuesta en un pequeño ataúd blanco. Se parecía mucho a las hermanitas que la habían esperado con impaciencia y no tuvo el tiempo de conocer, si no a través del sonido acolchado de sus voces y los chasquidos de sus besos a la distancia, cuando todavía se encontraba en un cálido, limitado, amoroso mundo líquido, envolvente. Su llanto no logró liberarse durante el parto, apagando así la felicidad y la sonrisa de otra madre.
  Ahora, junto a las vibraciones de la campana que continúa impertérrita su oficio, percibe la disonancia provocada cuando nacimiento y muerte coinciden en el mismo momento. Coincidencia que borra en un instante todas las expectativas felices hacia el futuro vividas por los padres en el pasado. Y en el futuro de ellos alimentará el recuerdo del doloroso hecho pasado, en una especie de cruel antítesis temporal.
  Estas tristes rememoranzas lo llevan a verse a sí mismo exánime en una caja oscura, lo hacen reflexionar sobre cuál es el real confín de la existencia. «La muerte no es un cuerpo sin vida, sino el dolor y la sensación de vacío y de impotencia que provoca en los que quedan», piensa. «Por otro lado, se puede estar muerto también estando aún con vida. Como se puede sentir dolor por haberse perdido a sí mismo.»
  
  Su memoria sigue trabajando sin pausa y lo lleva rápido hacia atrás en el tiempo, a otro junio de muchos años antes. Se ve de nuevo niño en un cuarto de hospital, sujeto a repetidos exámenes clínicos por causa de una fiebre persistente de la cual se desconoce la causa.
  Se acuerda que durante los interminables días de aquella hospitalización obligada, huía por la estrecha ventana de un baño del recinto, después de haberlo cerrado con llave, habiéndolo dejado inutilizable para los otros pacientes. Huía y paseaba en los jardines que circundaban los bloques del edificio. El sabor de lo prohibido se confundía con una fatua idea de libertad desde la reclusión.
  En ese cuarto de hospital ve ahora aquella cara de madre, otra vez sin sonrisa. Escucha de nuevo retumbar sus breves palabras: «La abuela se murió.» Una cara que aparece inesperada, habla y se aleja, lo deja solo a enfrentar un dolor desconocido, que aún no ha probado en su breve vida. Soledad y desesperación.
  «¿Cómo es posible?» Así pensó en ese momento.
  Ahí está ahora justo en el día anterior a aquella noticia, mientras la monja del recinto pediátrico lo acompaña a visitar a la abuela, internada en el mismo complejo policlínico por un tumor:
  -Señora, su nieto vino a visitarla. ¿Lo reconoce?
  Ninguna reacción.
  No la ve desde hace mucho tiempo y también a él le resulta difícil reconocerla, tan sufriente, inmóvil, moribunda, replegada en sí misma, consumida por la enfermedad.
  Pasa interminables minutos en silencio, sentado al lado de la cama. El tiempo se ha detenido. De repente, en el cuarto habitado sólo por los sumisos lamentos de la enferma, resuena la voz perentoria de la monja de pie en la puerta:
  -Tenemos que irnos, pero vas a ver que mañana tu abuela estará mejor.
  En el ambiente frío, una cálida sensación de felicidad lo envuelve. «Después de mi visita estará mejor», piensa. «Quizás sanará pronto.» Regresando a su cuarto, camina ligero con la enorme alegría por sentirse útil.
  Al día siguiente la noticia, el funeral, el féretro abierto, el cuerpo recompuesto. Otra imagen definitiva e indeleble.
  
  El reducido cortejo fúnebre recorre lento los callejones del pueblo de ex pescadores, ahora casi deshabitado. Cada piedra que los asistentes pisotean es familiar a sus pies y conocida en los detalles. Todos los habitantes participan en el evento, algunos en el mismo sitio, otros escudriñando por las persianas de las ventanas entreabiertas. Es como un pueblo fantasma, con muchas casas vacías que esperan a los veraneantes. Es un pueblo que al fin y al cabo pide ser abandonado, para cultivar la esperanza, para vivir. Los viejos y los jóvenes que quedan, sin impulsos y sin sueños, sobreviven en su pequeño mundo de cotidianidad sin perspectivas, dominado por la envidia y los desquites. "Hoy sobrevivir, mañana...".
  Sin embargo, parecen felices.
  Saben todo de todos y cada desconocido que aparece se convierte en causa de desequilibrio, de curiosidad, de conversación acerca de él, pero no con él. Así, las miradas de los participantes en el cortejo están indecisas entre enfocar el carro fúnebre que acompañan o aquel hombre solo en la playa que tanto los pone curiosos. Las voces alternan las plegarias y los cantos, los comentarios a las suposiciones.
  Todo esto pasa a sus espaldas. él queda en su usual posición, inmóvil. No se voltea, la mirada fija hacia la línea del mar, interminable. Invitado por los continuos repiques de la campana, imagina la manera en la cual recibieron la noticia los familiares, obligados a una cruel lejanía de sus seres queridos por la falta de oportunidades en su pueblo de origen. Imagina su desesperación y la sensación de vacío que los penetra. Escucha de nuevo un grito lejano en el espacio y el tiempo, que ahora se hace evidente con prepotencia sobre el canto lastimero y siniestro de las gaviotas en vuelo. Un canto tan parecido a un desesperado llanto atávico.
  
  Varios años antes, un grito desgarrador rasgó el aire denso de una monumental ciudad del Norte. Un grito que en los tiempos sucesivos se le representó muchas veces más. Un grito lacerante, seguido por un movimiento incontrolable y huidizo. Gestos inesperados en su imaginario, pero predecibles en la cruda realidad.
  Fue portador de una noticia terrible. Después de un violento choque, la muerte dejó en el empedrado de una carretera andina el cuerpo de un amigo, hermano de una compañera de juventud. No la veía con frecuencia, desde algunos años se había ido a vivir a otra ciudad.
  Aquel día tomó el primer tren por la mañana, después de una noche insomne. La noticia la había recibido por casualidad en la tarde del día anterior. Y pronto se fue rápido donde los padres del difunto, destruidos por el dolor y solos en su desesperación. Se ofreció a ir a avisarle de lo ocurrido a la hija lejana.
  Al llegar a destino, después de un viaje lleno de preocupaciones e inquietudes, la divisó acercarse en compañía de algunos colegas. Cuando ella lo entrevió, sentado en un murito al costado de la calle que bordeaba el edificio en que trabajaba, se separó sonriente del grupo y se le acercó rápido:
  -¡Qué hermosa sorpresa! ¡Me alegra mucho verte!
  él le puso las manos a los hombros, ella comprendió que la visita no era de cortesía:
  -Pasó una cosa fea... Tu hermano...
  Un grito continuo e inolvidable. Mientras él la apretaba, ella intentaba liberarse con movimientos descontrolados. Los autos la rozaban, indiferentes.
  
  Está siempre sentado, inmóvil, frente al mar. La campana cesa de enviar en el aire las vibraciones de sus repiques regulares, dejando de nuevo espacio a la percepción de las resonancias tranquilizadoras del ambiente marino. Y con este fondo sonoro, se reabre el telón para el enésimo acto de la danza de los recuerdos coloridos. Se propone de nuevo la usual coreografía, cada vez más pesada y predecible. "Lo que fue, será."
  Por cuanto la vida pueda ser eterna en pocos minutos, es verdad también que puede fluir muy veloz. En el pasado a menudo privilegiaba la segunda opción. De hecho, había afinado varias técnicas que le permitieran echar a correr el tiempo rápido, pero sobretodo no pensar.
  A diferencia de otras prácticas comunes con el mismo fin, muy difundidas y por esto menos interesantes según su perspectiva original, sus técnicas no implicaban el uso de drogas, alcohol o substancias que pudieran hacerle perder el hipotético control de la realidad, nublando los reflejos y la mente. Al contrario, él buscaba amplificar estos últimos aspectos, pero limitaba con fuerza la libertad de ellos.
  Con este fin, su ingrediente principal era la búsqueda de un equilibrio entre un razonamiento de límites bien definidos, sostenido por una fuerte deducción lógica, y una manualidad a menudo ayudada por la reiteración. Se podría asociar a una especie de juego lógico y estratégico, que ocupa la mente en complejos problemas específicos y le impide así divagar. Pero al final, así haciendo, este juego intelectual, que podría ser agradable si fuese usado con moderación, se transformaba en una actividad compulsiva que causaba adicción.
  En el transcurrir de la cotidianidad, esta especie de árido mantra material y silencioso, que excluía o limitaba con vehemencia la intuición, substituyó de manera progresiva y casi por completo su fértil actividad creativa artística. Una actividad gratificante, que le permitía defenderse del sufrimiento y elevarse encima de él con equilibrio, además de obtener la misma finalidad de modificar la percepción del transcurrir del tiempo.
  Pero, en los momentos en los cuales no lograba o no podía aplicar estas técnicas funcionales, el mundo se le caía encima, evidenciando así la parcial y estéril esencia de ellas. Todo lo que intentaba evitar se acumulaba, explotaba y daba vida a interminables momentos aterradores, dejándolo en poder de sí mismo, de su desesperación y del llanto. Y aquí, en la playa, alejado de un ambiente familiar o conocido y sin las herramientas necesarias, le es muy difícil pensar en echar a andar estas viejas prácticas.
  
  Siempre le gustaron los otoños y los atardeceres. El primero está todavía lejos, quizás demasiado, pero ahora, justo en frente a él, el sol se acerca cada vez más al confín entre el azul del cielo y el del mar. Aparece y desaparece entre los dibujos siniestros de las largas nubes claras matizadas de rosado.
  En el último año, además que las técnicas prácticas para no pensar, que en el tiempo se revelaron útiles sólo en parte, también ha intentado afinar la capacidad de reducir la congestión de su mente. Con métodos de meditación, la mantenía en el presente y evitaba a los pensamientos hurgar en el pasado reciente y lejano o imaginar situaciones futuras. Además, ha intentado perfeccionar la capacidad de disociarse, después sabía verse desde el exterior, presenciando sus propias acciones, lograba mirarlas con los ojos del mundo en una observación desapegada y sin prejuicios.
  Cierra los ojos e intenta ver los detalles con la mente. Intenta tomar conciencia de sí alejándose de un nivel subjetivo. La calidad de su observar es tan profunda que, de observador, pasa a ser el objeto de su propia observación.
  Y así, se ve mientras habla con amabilidad con los habitantes de un ameno pueblito del sur, al terminar la primavera. Hablan de la vida. Durante este diálogo ideal empieza a darse cuenta de que es posible ser sí mismo en el momento exacto en el cual se vive, en un presente que, aunque fruto de todas las experiencias del pasado, de los sufrimientos pero también de las alegrías, se aleja de la ilusión del transcurrir del tiempo. Las palabras sencillas que escucha de las voces de los lugareños, lo invitan a considerar la posibilidad de vivir cada momento por lo que es, no importa lo que fue, ni lo que será. Sí, hablan de la vida, pero sobre todo están curiosos por saber quién será aquel hombre en la playa, que parece estar tan sereno en contacto con la naturaleza. Aquel hombre sentado frente al mar, al atardecer, en el viento, bajo una danza de colores de la cual no conocen el origen, pero que los maravilla.
  Mientras la esfera roja se hunde lento detrás la línea del horizonte, las pocas nubes, grises y anaranjadas, dibujan figuras fabulosas en el azul cada vez más intenso del cielo. Lo ven levantarse, caminar hacia la profundidad del mar acogedor, donde los ruidos se transforman, acolchados. El inmenso azul lo recibe en un afectuoso abrazo maternal. Imaginan que escuchan fuerte el latido de su corazón y el diafragma protestar en vano.
  Sin embargo, parecía feliz.

[continúa...]


Extracto de Abel Soledad.
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